domingo, 31 de marzo de 2013

Los Horribles Escritores.

Quién les escribe no es precisamente el dueño de este blog. Es un sentimiento difícil de sobrellevar, asique comenzaremos (los dos, Lithël el autor y Lithël Aelfwine, el personaje) proponiéndole al lector que piense en el último gran libro que leyó. ¿Recuerda lo que pasó con él al terminar? Seguramente ha sentido lo mismo que nosotros: Pesar. Cansansio. Un impulso por más, por no dejar que terminen los personajes de morir, de desaparecer en el anaquel donde descansan los libros ya leídos.
Analice la crueldad de esos seres llamados escritores: destruyen las vidas de los personajes y los amoldan a voluntad, y les hacen morir tristes, destruídos, cuando tienen el poder de recomponer sus vidas con tranquilidad.
Ésa es la crueldad de los escritores. Quien quiera entender, que entienda.
Por eso, tomé hoy las riendas. Yo ya he muerto. Pero hay otros personajes que aún están vivos. En mi nombre, en el de sí mismos, en el de los que vendrán, hemos decidido mirar a la cara de Dios y decirle lo que pensamos. Y a ustedes también, que tienen un poco de culpa, pero no toda, ni aún queriendo.
Como diría ese cerdo, Bon Apetit.


Somos seres horribles, los escritores.
Damos a nacer miles de personajes, a lo largo de nuestras vidas. Les otorgamos amores y pesares. Conocemos cada secreto de ellos, y entonces los asesinamos de las formas mas crueles.
Cada centímetro de la piel de cada uno de ellos nació de nosotros, cada recuerdo lo fabricamos de una forma artificial y sin escrúpulos. Lo mas odioso, eso que pasan por nosotros, y nosotros nos damos la libertad de reír.
Los personajes son nuestros hijos, nuestros pedazos; esquejes de nuestras almas a punto de germinar, que truncamos cuando ven los primeros albores de la vida. Les matamos con la primer bocanada.
No podemos olvidar que, no importa cuan justa o justificada, jamáz debemos pensar que una guerra no es un crimen. Deberíamos avergonzarnos por crearlas en cada uno de los casos, y hago mea culpa a este odio plasmado a letras. Cuán terribles gritos les dejamos, sepa el dios que no soy cuanto dolor provoco, y, ese dolor ¿no está acaso dentro de la intimidad de mi alma? Si, lo está. Pero hay un trozo de nosotros que se marchita.
Pero todo ese dolor no sería nada, si un futuro pudiera brillar para ellos. Pero no. El mas cruel destino espera para los que fueron los pródigos de cada símbolo lingüístico. Ellos completarán sus sagas, se fundirán en los lectores que, ávidos, leerán sus desdichas, estúpidamente regocijados en su dolor y en cómo son perfectamente verdaderos mientras ven morir a sus iguales que tanto aman.
Y pasan sus días de tinta entre papeles. Inmortales pero nunca vivos, sus cuentos reviven para existir sólo en una idea. Sólo en ganas, sólo en anhelos.
Ellos están sólos, y nosotros los dejamos solos.
¿Qué derecho tenemos? Es que el mundo no los necesita más. Pero, ¿qué mundo? El nuestro, obviamente.

Y acabo de verlo, tan claro. El jóven al que le hice tantas cosas, me miro desde arriba, desde el mundo más real, y un poco desde adentro, desde mi mundo, desde éste mundo que parece cubierto de nieblas. Cuando me miró no me miro con odio, no me miro resintiéndose de ser un ángel verte y muerto por mi pluma, sino que me miró curioso, sabiendo que Dios, ahora, no podría hacerle nada nunca más que él mismo no quisiera.
Sin embargo, Dios lo sabe todo, y en sus ojos vió la impotencia tácita, el saber que él seguiría haciendo lo que yo eligiera para él porque eso estaba ahí, en su alma. Mi desición. Pero estando eso ahí y todo, logró salir de ahí. Me miró sin saberlo, sin pesarlo, sin consentirlo o comandarlo yo, su Dios. Y eso le da poder de hacer cualquier otra cosa, al fin, de la que tengo pensada yo.
¿Porqué él tiene voluntad propia y Dios no importa? Porque los escritores somos seres  horribles, y, por demás, débiles.

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