viernes, 20 de julio de 2012

Los Girasoles.

Hacia 1870 ya habían sido introducidos los girasoles en Japón, esto incluso antes de la guerra del Acero y la Pólvora que marcaría el final de la era Meiji y comenzaría la era Edo.
Cuando los japoneses vieron los girasoles no se sintieron muy complacidos: sentían que eran grandes y toscos por demás. Cual no sería su sorpresa al ver que, durante el día, la orientación de estos cambiaría con el sol.
Tanto fue así que terminaron habiendo campos de girasoles por todo Japón que se volvían mas hermosos con la noche, en la estetica japonesa.
Como se puede hacer arte con todo y como no tenía tema de escritura, decidí escribir algo sobre esto, como para transportarnos a un lugar extraño: un campo de girasoles bajo la noche.
He aquí: Los Girasoles. Bon Apetit.

Forjados como pequeños soles de una acuñación algo mas natural y acaso igual de bella, son flores y son paneles solares. Quizas sea lo mas bello ver un campo entero moviendose al ritmo del sol.
El movimiento del campo en conjunto asegura una caricia al aire que, como un poema en la voz vibrante de un bohemio muerto de hambre, se desliza entre los pétalos dorados y firmes.
En el campo la noche es una lágrima congelada que rueda por las mejillas del mundo agreste y perdido en las sombras. El viento barre los pimpollos cerrados de tamaño descomunal dando una imagen de sueño y melancolía al cantar con las mudas voces de la tierra, mientras una luna creciente, gigante, apenas sobresaliente sobre el horizonte a modo de cuerno plateado clavado en la frente del mundo, los saluda casi con miedo.
Las sombras se estiran desde las pantallas girasoles a la inmensidad de la nada. La belleza se desprende de la escena, que se disuelve en los lentos movimietos de pétalos que se abren a la luz roja de un amanecer. El campo se inunda como un mar de sangre, de los rayos rojos del sol de la guerra, que se funden y crean una corriente, al destruirse contra las rocas de una mañana que pasa y asi llega a un melancólico fin, fundiendo oro y sangre en una mezcla evanescente.
El propio aire parece tener color rojizo, y los árboles que rodean el campo, como gigantescos centinelas, sonríen al mundo y a sus pequeños protegidos, que se abren y siguen el paso del disco sagrado como pichones a punto de ser alimentados por una madre cálida pero distante.

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